El Luna Park, escenario del inicio de una de las grandes peleas del deporte mundial
Un confuso episodio tras la final del Mundial de básquet Argentina 1990, jugada hace 35 años en el mítico estadio porteño, disparó la sorpresiva enemistad entre Dazen Petrovic y Vlade Divac. Yugoslavia, que hasta entonces aglutinaba a serbios y croatas, acababa de vencer a la Unión Soviética.

Hace 35 años, el 20 de agosto de 1990, el estadio Luna Park de Buenos Aires marcó el inicio de una de las historias más humanas y dramáticas de las últimas décadas del deporte mundial: la pelea entre Drazen Petrovic y Vlade Divac, dos formidables basquetbolistas de la entonces Yugoslavia, un Estado a punto de desmembrarse que incluía diversas nacionalidades.
Flamantes campeones del mundo, Petrovic -croata- y Divac -serbio- eran compañeros de equipo y amigos personales hasta que en la capital argentina comenzaron a dejar de serlo. Un confuso episodio en el campo de juego, tras la final que Yugoslavia acababa de ganarle a Unión Soviética, se entremezcló con un conflicto patriótico que en los Balcanes estaba a punto de comenzar y que dejaría 130 mil muertos y millones de desplazados. Ese giro en la historia dio paso a un fantástico documental, Once Brothers (de 2010), Una vez Hermanos, también traducido como Hermanos y Enemigos.
La ruptura entre ambos comenzó en el mítico coliseo de avenida Corrientes y Bouchard, pleno centro porteño. El contexto deportivo fue el Mundial de 1990, realizado en Argentina entre múltiples faltas de organización. Mientras la selección nacional terminó en un discreto octavo puesto, a la final llegaron dos países con gobiernos comunistas a punto de desmembrarse y desaparecer: Unión Soviética -ya sin Lituania- ante la Yugoslavia de Petrovic, Divac, Toni Kukoc y Dino Radja, entre otros fenómenos. Estados Unidos envió un equipo de universitarios, sin sus estrellas de la NBA, y finalizó tercero.
Yugoslavia ganó 92-75 la final y, a tono con la falta de organización de todo el torneo, decenas de espectadores argentinos invadieron el campo de juego del Luna Park y se mezclaron con los jugadores. Un texto del diario La Nación del día siguiente, 21 de agosto -firmado por Gonzalo Bonadeo-, fue titulado “Final Bochornoso”. En el tercer párrafo puede leerse: “Poco después del primer festejo yugoslavo, circunstancialmente empañado por una disputa entre un aficionado que ingresó en la cancha con una bandera croata (una de las repúblicas que confirman la Federación Yugoslava) y el jugador Vlade Divac, se inició la ceremonia con la presencia de mucha gente que, dentro de la cancha, pareció inmune a cualquier control”.
En un mundo sin Croacia ni Serbia como países independientes -ni tampoco Eslovenia, Montenegro, Bosnia, Macedonia ni Kosovo, los futuros Estados que nacerían tras la caída de Yugoslavia-, Petrovic y Divac se habían conocido durante la preparación para los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Detrás de la Cortina de Hierro, la selección yugoslava jugaba y ganaba en un clima de aparente armonía, aunque la tensión étnica, nacionalista y religiosa se acumulaba debajo de la alfombra. A Petrovic y Divac les tocó compartir el cuarto en las concentraciones y comenzaron una amistad.
El momento en el que aparece la bandera de la discordia

Once Brothers muestra cómo Petrovic, un base fenomenal, era un hombre que vivía para el básquet. Se anticipaba al fixture que le tocaba a su equipo, estudiaba las estadísticas de los rivales a los que debía enfrentar y se desvivía en cada entrenamiento. Divac, un pivote de 2,13, era más simpático y extrovertido: hablaba de música y de películas. Congeniaron enseguida y fueron clave para que Yugoslavia se quedara con la medalla de plata en Seúl 88, únicamente por detrás de una Unión Soviética que todavía contaba con lituanos como Sabonis o Marcioulonis.
Un gran equipo, el yugoslavo, había nacido, aunque le quedaba poco tiempo: la geopolítica de Europa estaba cambiando. Ya al año siguiente, en 1989, cayó el Muro de Berlín, Alemania se unificó, avanzó la perestroika, varios países empezaron su intento de independencia y Croacia agilizó su búsqueda de segregarse de Yugoslavia.
Por un tiempo, sin embargo, la amistad entre ambos se mantuvo al margen. También en 1989, cuando la NBA recién se abría al mundo, Divac y Petrovic se convirtieron en los dos primeros yugoslavos en ser contratados por la liga de básquet de Estados Unidos. Divac viajó a Los Ángeles, contratado por los Lakers, y Petrovic se dirigió a Portland para incorporarse a los Trail Blazers.
En ese mundo desconocido para ellos, hablaban todos los días por teléfono y se ayudaban mutuamente. Así fue cómo llegaron como amigos al Mundial de Argentina 1990, todavía como Yugoslavia, aunque en los Balcanes la tensión ya se había multiplicado: un partido de fútbol entre un club serbio, el Estrella Roja de Belgrado, y uno croata, el Dinamo de Zagreb, había terminado en un escándalo.

Durante el Mundial, la selección yugoslava pareció un oasis, acaso la última imagen de unidad y éxito de la república socialista que Tito había presidido entre 1953 y 1980. Hasta que, tras vencer a Estados Unidos en la semifinal y Unión Soviética en la final, Once Brothers muestra aquello que los diarios argentinos apenas percibieron, salvo en el texto de La Nación: el documental exhibe una foto en la que un hincha (sin especificar si era un espectador argentino o llegado desde los Balcanes) había ingresado al campo de juego del Luna Park con una bandera croata.
En verdad, ese anónimo sostenía la vieja bandera de Yugoslavia, azul, blanca y roja, pero con un escudo rojo y blanco en el centro. No era un detalle: era la reivindicación de Croacia y un pedido de separación. Todo duró un par de segundos: Divac, de origen serbio, encaró a ese hincha, le quitó la bandera, la tiró al piso y le dijo algo así como “Acá ganó Yugoslavia, no ganó tu país” o “Tu bandera es una mierda”. Le siguieron unos empujones que en el momento pasaron desapercibidos: eran los festejos del campeón mundial y la final había terminado hacía segundos, pero al regreso de la selección a Yugoslavia ya nada sería igual.
Los medios croatas, que querían la independencia, atacaron a Divac. Y los medios serbios, que seguían con su idea de un solo país, lo ensalzaron. Divac se convirtió en un héroe o en un canalla y es probable que así lo siga siendo hasta la actualidad. Aunque le quedaba una última función en el Europeo de 1991 -sin Petrovic, ausente por motivos obvios-, la Yugoslavia del básquet, la Yugoslavia deportiva, murió aquel día en el Luna Park, hace 35 años.

Tras la gesta deportiva del 20 de agosto de 1990, en cuestión de meses comenzaría la guerra de los Balcanes, la gran tragedia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La relación entre Divac y Petrovic, hasta entonces amigos, no sólo se enfrió: desapareció. En medio de una masacre que generaba decenas de miles de muertos, Croacia se independizó en 1991 pero el serbio Divac, de regreso a Estados Unidos, siguió con su discurso: “Yugoslavia es una sola”, “Nada cambió”. El croata Petrovic, en cambio, dejó de atenderle el teléfono. Incluso no se cruzaron la mirada en los partidos de la NBA en los que se enfrentaron, ya con el base como figura de New Jersey Nets.
En los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, Yugoslavia fue sancionada y no pudo participar, mientras que Croacia debutó como país independiente. Liderado por Kukoc, Petrovic y Radja, el nuevo Estado llegó hasta la final y perdió contra Estados Unidos, que presentó por primera vez al Dream Team. Otra vez, nacía un gran equipo. Pero, otra vez, pronto llegaría la tragedia, esta vez personal. Al año siguiente, en 1993, Petrovic moriría en un accidente de auto en Alemania. Para Croacia fue más que la muerte de un basquetbolista: fue la despedida a un héroe de la patria. Acudieron 50.000 personas al funeral de alguien que desde el deporte había militado por la independencia.
Once Brothers cuenta esa relación de cómo quienes eran amigos y compañeros de equipos se convirtieron en enemigos de la patria, traidores y guerrilleros. Sin embargo, no dice nada del anónimo que entró con la bandera al Luna Park y, en cierta forma, actuó como disparador del conflicto (que, es cierto, inevitablemente llegaría).
Ese intruso es argentino y se llama Tomás Bilanovic Sakic, según descubrió una investigación periodística argentina en 2017. Su única aparición en el deporte profesional no fue como atleta sino como catalizador político y patriótico: simulando que era reportero gráfico, ingresó al campo de juego del Luna Park de Buenos Aires con un cámara de fotos -para distraer- y una bandera croata para militar su causa nacional.
En su única aparición en un medio, Bilanovic Sakic se manifestó como argentino hijo de croata. Lo que no dijo fue que su padre, Dinko Sakic, fue extraditado de la Argentina en 1998 –con 78 años- como ex un jerarca nazi y enviado a Croacia, donde al año siguiente sería condenado a 20 años de prisión por un tribunal de Zagreb que lo encontró culpable de “crímenes contra la comunidad” como jefe del campo de concentración y exterminio de Jasenovac durante la Segunda Guerra Mundial.
Acusado de ser Ustacha, la organización croata que colaboraba con el nazismo, Dinko murió en prisión en Zagreb, en 2008. El genocida había vivido en Santa Teresita, en la costa bonaerense, hasta 1998, cuando un informe de Canal 13 alertó que se trataba de un criminal de guerra.
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De joven, Tomás Bilanovic -el hombre de la bandera- jugó al básquet en Huracán de San Justo, luego vivió en Rosario y finalmente se trasladó al Partido de la Costa junto a sus padres. En aquella entrevista de 2017, admitió que tenía decidido su ingreso al Luna Park después de que terminara Yugoslavia-Unión Soviética: “Sabía que la televisión internacional todavía no había cortado la transmisión –declaró-. Mostré la bandera con el escudo croata, en vez de con la estrella comunista, y enseguida se me vinieron unos tipos de la embajada yugoslava con las manos en los bolsillos. Pensé que tenían armas. Divac me agarró la bandera y yo lo corrí. Petrovic se quedó a un costado, no quiso intervenir hasta no ver de qué se trataba, pero después le contaron”.
Siguió el anónimo que hizo pelear a los dos próceres deportivos: “Se me acercaron unos hinchas brasileños y les empecé a contar que Yugoslavia era una formación artificial bajo un régimen comunista, el de (el mariscal) Tito. Ese día empezaron a llamar a mi casa desde Australia, Europa y todos lugares del mundo. Siempre tuve contactos con la comunidad croata, y la gente estaba feliz. El mundo había visto una bandera que era negada desde 1945. Quedaba claro que esa selección no era Yugoslavia, que también había croatas”.
Ocurrió hace 35 años en Buenos Aires. Aunque pocos se hayan dado cuenta en el momento.
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