Dentro de la gama de buenos jugadores, hay tipos que son cracks y otros que, más allá de sus cualidades sobresalientes, están llamados a cambiar a un equipo. A darles una impronta, un estilo, una característica distintiva. Si tienen tiempo, hasta pueden marcar una época, tanto como para que el equipo, Boca, pueda ser llamado el equipo de tal. Tal, en el caso que tratamos, es Leandro Paredes. Parece mentira que alguna vez se discutiera si tenía que venir o no, es surrealista pensar que algunos -en su tara- creyeran que era un mercenario, un pesetero, un tipo al que sólo le importaba la guita. A tal punto llegan los fanatismos. Por suerte, Paredes está hoy en Boca. Porque quiso venir a una edad en la que otros siguen amasando fortunas en otros continentes, porque le interesaba volver a vestir la camiseta que ama -también estar cerca de la Selección en un momento crucial-, porque quería dejar de ser un embajador itinerante y convertirse en símbolo, líder, dueño de este equipo que sin él penaba, a la deriva, como esos perros callejeros que imploran un amo persiguiendo a los que pasan por ahí.
Paredes, Leandro (San Justo, 29-6-1994) es mucho más que un jugador. Y que un crack. Es el mejor jugador del fútbol argentino y un líder extraordinario que nos devolvió los sueños perdidos. Lo extraordinario de esta cuestión es que el tipo puede tener un partido mejor o peor, más o menos sobresaliente, incluso puede no estar. Pero su influencia se nota. Hasta en ausencia. Porque ya hizo lo fundamental: se convirtió en ese amo que andábamos necesitando. Paredes es el líder que se hace notar con un centro preciso a la cabeza de Ayrton Costa (sensacional cabezazo del defensor, un verdadero pleno su contratación), con una barrida que tiene más olor a pasto que a perfume francés o cediéndole al ex goleador errante el penal para que vuelva a sentirse un futbolista activo, para que dispare otra flecha, a ver si -como todos los demás- puede meterse y ser útil en este equipo.
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Fue tan grande el cambio que experimentó Boca de la mano de Paredes que pasó de ser un equipo aburrido a otro que dan ganas de ver y que puede levantar a la gente -como si las butacas tuvieran resortes- cuando Cobra Kai Zeballos (esa vincha está bendecida) encara y pasa, eléctrico; cuando Ander Herrera se pone a jugar como un chico rebotándoles la pelota a sus compañeros como si fueran paredes (no Paredes) y participa a todos de su fútbol fino; cuando Barinaga (sí, Barinaga) pasa como un tren sintiéndose un lateral brasileño de los de antes; cuando Milton Delgado cierra, le da una vuelta de calesita al rival y sale jugando limpio. Paredes graduó de técnico a Úbeda, le dio el diploma, lo convirtió en un candidato a seguir y hasta a dirigir la Copa Libertadores, algo que nadie se imaginaba en los días tristes que vivimos durante la agonía de Miguel.
Cuatro triunfos consecutivos, la punta absoluta de la zona, 28 goles a favor (10 más que Central, el líder del otro grupo, nueve puntos más que River, que tiene al mejor técnico de su historia y que termina dependiendo de nosotros para ver si rasca un repechaje). Ah, no, pará, también pueden ser campeones, eh. No parece, pero pueden.
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La fiesta de las tribunas, entonces, está justificada. No está descontextualizada. Los turistas de lujo que vienen a ver de qué se trata -sepan o no de fútbol- quizá se den cuenta de que ahora, desde el césped, brota una energía distinta, que no todo está en las tribunas. Es la energía de Paredes, su positividad. Aura, que le dicen. De repente, todos los elementos encajan químicamente y hay una explosión. No, no somos el City, pero Boca es hoy un equipo de fútbol. No un rejuntado. Es el equipo de Paredes al que aún le falta crecer pero sigue un camino ya sin tantas espinas. Un equipo que, si sigue la línea de su dueño, el dueño del fútbol, está llamado a no ser uno más.
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